Padres y Madres Separados

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¿Violencia de género o violencia de Estado?

Hacía largo tiempo que no veía a Germán. Me lo encontré, acompañando del brazo a su esposa, mientras transitaba por mi pueblo a la hora del aperitivo; y la alegría de celebrar el tropiezo nos condujo hasta la tasca más cercana, pues mal reencuentro resulta en nuestras Españas aquél que no se remoja adecuadamente con unas espumosas cañas.

Nos conocemos desde la infancia y, en nuestra juventud, resultaban notorias las tertulias estivales nocturnas que manteníamos junto con otros amigos en los bancos de la plaza; con disquisiciones de cómo arreglar un mundo, ese que no parece tener solución. Un mundo, en el que los problemas humanos de antaño, que entonces conmovían nuestra sensibilidad, dan la sensación de verse incluso empequeñecidos por lo nuevos del presente, sin saber a ciencia cierta si humanamente progresamos a insignificante paso de tortuga o, aún peor, realmente nos desplazamos hacia atrás como el cangrejo.

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“En el calabozo pasé dos días y medio -nos contó- rodeado de otros presuntos delincuentes, por no decir otras víctimas -agregaba en su desesperación- en vista de la injusticia de mi propio caso. El lunes por la mañana, comparecí ante una jueza, de los juzgados de violencia de género, que sin siquiera atender mis cuitas y razones dictaminó contra mi una orden de alejamiento preventiva que no me permite acercarme a una distancia menor de quinientos metros de mi domicilio; sin poder, además, ver a mis hijos y ni siquiera comunicarme telefónicamente con ellos. Han tenido que ser mis hermanos quienes hicieron el traslado de mis archivos desde el despacho de mi hogar, casa que me donaron mis padres cuando todavía era soltero, hasta el domicilio de ellos aquí en el pueblo, alejado de mis clientes habituales; viéndome afectado desde entonces por una depresión aplastante, que pesa sobre mi ánimo como una losa y que prácticamente imposibilita mi trabajo conduciéndome a no dar pie con bola.

Pero no acabando aquí mis desventuras, me he enterado después, por amigos comunes, que antes de una semana mi mujer ya había introducido en mi casa, con mis hijos, con los que ahora me impiden hablar, y en mi misma cama, al amante con el que mantenía relaciones desde hace más de un año; cosa que, yo, también desconocía”.

Marina le escuchaba conmovida y Germán abría unos ojos como platos; no fruncía pestaña y sus oídos no perdían una sola sílaba.

-¡Pobriños, tus hijos! -exclamó Marina, con su deje norteño-. Parece mentira que haya mujeres capaces de tanta maldad. Para dos días que vamos a estar en este mundo, ¿cómo es posible infligir tanto daño?

-Cuando prima el sentimiento -medié, yo- la naturaleza humana no parece conocer límites. Contra ello ha luchado tradicionalmente el Derecho Penal: contra los excesos del sentimiento. Sentimientos de odio, rencor, pasión, venganza, desamor, adulterio, etc. que causan estragos. Pero ahora parece haberse invertido la tortilla; ya que, a la postre, cierta Justicia parece primar el engaño sentimental, cuando es femenino, largando al esposo a una siniestra alcantarilla de indignidad, despojo e infortunio.

-Me dejas de piedra -atinó a decirle el compasivo Gervasio a Pepe, después de unos minutos de compungido desconcierto- y parece mentira que la Justicia pueda cometer errores semejantes. Pero como tú tanto nos comentabas antaño -agregó, con intención de consuelo- yo creo que tu caso no deja de ser un triste error técnico propio de la naturaleza humana de quién dictó tu sentencia. Cosa, que tampoco es muy de extrañar después de la patente alarma social que están causando los abundantes casos de malos tratos hacía la mujer en nuestra sociedad. Date cuenta que prácticamente no pasa día sin que la televisión o los periódicos no ofrezcan noticia sobre una repugnante tropelía de éste tipo. De alguna manera se ha de parar el enorme número de víctimas femeninas que se dan por año.

Y no solo hablo de muertas; si no también de la cantidad de palizas o abusos psicológicos de los que la mujer continúa siendo objeto.

-Mira, Germán -le contestó Pepe descorazonado y con el abatido desencanto de quién ha largo tiempo que lleva pregonando las mismas razones con la sensación de hacerlo en pleno desierto- agradezco la intención de tus palabras porque nos conocemos tanto como para saber que solo pretendes consolarme y animarme; y soy consciente, además, de que no estás realmente enterado de la triste realidad presente, puesto que afortunadamente no eres uno de los afectados, como yo, ni tu profesión implica ser un entendido en leyes o jurisprudencias.

Pero has de saber que mi caso es algo más grave que un simple error judicial, producto de una alarma social. Hace tiempo que, no solo yo, si no muchos de mis compañeros de profesión y del sistema judicial, e incluso algunas instituciones del Estado, venimos argumentando que la Ley Contra la Violencia de Género tiene unas hechuras que difícilmente casan con la Constitución o con los principios más elementales del Derecho Penal; como lo son el de igualdad o el de presunción de inocencia, base fundamental del mismo.

De hecho, han sido presentadas por diferentes jueces, más de ciento sesenta cuestiones de inconstitucionalidad contra la misma; cosa que no recuerdo que ninguna otra ley haya suscitado tantas. Y te significo, que al igual que siempre he tratado de daros a entender que el error judicial es fundamentalmente producto de las limitaciones humanas, al tener que analizar y decidir sobre complejos conflictos entre personas, de visiones subjetivas y declaraciones interesadas, cuando no, falsas, te recuerdo también que mi afición al sentido de lo justo, como tú bien sabes, es lo que me inclinó a estudiar Derecho; y, según tal percepción, la elaboración de esta Ley, más que a fundamentos doctrinales jurídicos de justicia, obedece a motivaciones de interés político.

Y más concretamente, a las directrices de la torticera ideología de género que se ha impuesto en nuestra sociedad.