DE LO PERSONAL A LO POLÍTICO
por ERIN PIZZEY
Uno de los debates más interesantes del nuevo siglo
podría consistir en dilucidar la cuestión de cómo y
por qué se fundó el movimiento feminista en el mundo
occidental. ¿Surgió, como explican numerosas
periodistas, en respuesta a las necesidades de las
mujeres oprimidas del mundo? ¿O fue una creación de
las mujeres de izquierdas, cansadas de verse relegadas
a funciones serviles en las cocinas de sus
revolucionarios amantes?
Publicado el
Según explica Susan
Brownmiller en su excelente historia del movimiento de
la mujer, In Our Time: Memoir of a Revolution [En
nuestro tiempo: memoria de una revolución] [1], el
movimiento se fundó en Nueva York después de que
muchas de las mujeres activistas volvieran de
Mississippi tras su intento por ayudar a la población
negra a registrar sus votos. Los hombres de los
movimientos revolucionarios, que esperaban que las
activistas asumiesen funciones inferiores, trataron de
disuadirlas a toda costa. Cuando se le preguntó a
Stokely Carmichael por la postura de la mujer en la
futura revolución, respondió con una frase célebre:
"¿Qué cuál es la postura de la mujer en el SNCC
(Comité No Violento de Coordinación de Estudiantes)?
La postura de la mujer en el SNCC es tumbada."
Así se precipitó una revolución cuyo resultado ni siquiera los más activos Panteras Negras habrían podido imaginar.
Yo me incorporé a ese amorfo movimiento en 1971, cuando Jill Tweedie y otras periodistas de izquierda escribían en periódicos y revistas que lo que las mujeres debían plantear eran varias exigencias muy razonables, y millones de mujeres británicas cuyas únicas lecturas consistían en recetas de cocina y patrones de costura suspiraron con alivio. A excepción de la revista SHE, dirigida por la temible lesbiana Nancy Spain, la mayoría de nuestras lecturas nos enseñaban a ser perfectas amas de casa.
Encontré en The Guardian los datos necesarios para establecer contacto con ese nuevo y excitante movimiento de liberación de la mujer y llamé a su número de teléfono central de Londres, desde donde me encaminaron a mi grupo local en Chiswick. Por primera vez, esa noche dejé a mi marido al cuidado de los niños y acudí a la reunión. No me impresionó especialmente la enorme mansión en que fui recibida por una pequeña mujer de lengua mordaz. Si había pensado que iba a unirme a un movimiento que me sacaría de mi aislamiento con mis dos hijos pequeños, estaba equivocada. 'Tu problema no es el aislamiento,' me dijeron. 'Tu problema es tu marido, que te oprime.' miré a las restantes mujeres blancas de clase media presentes en la habitación y traté de no sonrojarme.
También se nos dijo que debíamos considerarnos un colectivo, llamarnos 'camaradas' unas a otras y pagar tres libras y diez chelines para formar parte del Movimiento de Liberación de la Mujer. En las paredes había carteles con mujeres que agitaban furiosamente sus armas por encima de sus cabezas y un enorme retrato del Presidente Mao.
La violencia de esos carteles me disgustó: yo había nacido en 1939, en medio de una guerra terrible.
Así se precipitó una revolución cuyo resultado ni siquiera los más activos Panteras Negras habrían podido imaginar.
Yo me incorporé a ese amorfo movimiento en 1971, cuando Jill Tweedie y otras periodistas de izquierda escribían en periódicos y revistas que lo que las mujeres debían plantear eran varias exigencias muy razonables, y millones de mujeres británicas cuyas únicas lecturas consistían en recetas de cocina y patrones de costura suspiraron con alivio. A excepción de la revista SHE, dirigida por la temible lesbiana Nancy Spain, la mayoría de nuestras lecturas nos enseñaban a ser perfectas amas de casa.
Encontré en The Guardian los datos necesarios para establecer contacto con ese nuevo y excitante movimiento de liberación de la mujer y llamé a su número de teléfono central de Londres, desde donde me encaminaron a mi grupo local en Chiswick. Por primera vez, esa noche dejé a mi marido al cuidado de los niños y acudí a la reunión. No me impresionó especialmente la enorme mansión en que fui recibida por una pequeña mujer de lengua mordaz. Si había pensado que iba a unirme a un movimiento que me sacaría de mi aislamiento con mis dos hijos pequeños, estaba equivocada. 'Tu problema no es el aislamiento,' me dijeron. 'Tu problema es tu marido, que te oprime.' miré a las restantes mujeres blancas de clase media presentes en la habitación y traté de no sonrojarme.
También se nos dijo que debíamos considerarnos un colectivo, llamarnos 'camaradas' unas a otras y pagar tres libras y diez chelines para formar parte del Movimiento de Liberación de la Mujer. En las paredes había carteles con mujeres que agitaban furiosamente sus armas por encima de sus cabezas y un enorme retrato del Presidente Mao.
La violencia de esos carteles me disgustó: yo había nacido en 1939, en medio de una guerra terrible.